martes, 6 de agosto de 2013

La alcoba

Hoy, de buena mañana, me he acercado hasta la orilla del mar. Extiendo una toalla y me siento. Siempre busco la sombra del porche de alguna de las alcobas que usan los marineros para  sus barcas. Esta especie de casa a pocos metros del mar. En estas calas de la Isla hay muchas. Las barcas están a buen resguardo en ellas. Pues estas alcobas tienen un porche tapado con ramas secas de pino, ramas de palmeras y de matas. El aire, en estos sitios, siempre es fresco. De aquí al agua y vuelta.
El inconveniente a tanto bienestar es que muchos días te ves amoscado. Es el paso previo a estar mosqueado. Una manada de moscas revolotean a tu alrededor a cara descubierta. Provocan incomodidad y te hacen perder la paciencia. También  buscan la sombra y el fresco. Empiezo a dar manotazos sin apuntar. A diestro y siniestro. Son expertas en esquivarte y vuelven a la carga. Aquí es cuando me mosqueo de verdad y me meto en el agua con la intención de no salir. El mar es el único que me entiende. Sólo cabe la esperanza de que al salir el que esté amoscado sea otro. A veces ocurre. Al verano hay que condimentarlo con paciencia.
El que en el porche de una de estas alcobas no haya moscas es lo más parecido al paraíso terrenal. Cojo un libro y leo. El escritor lo ha escrito para mi, entre otros. Mientras leo el aire va cambiando las nubes de sitio. Y yo sin darme cuenta. Decía un poeta que un bonito amanecer está en los ojos de quién lo mira igual que la verdad está en el oído de quién quiera oír y escuchar. Me doy cuenta de que no todos los homínidos han visto todo. Algunos sólo han visto puestas de sol. Deberían ver, por lo menos una vez, un amanecer. Andan por la vida con la glándula pánfila inflamada. No toman tratamiento para su panfilitis.  También deberían estirarse en una tumbona de verano un rato. Por lo menos. Y ponerse a pastorear las estrellas. Contarlas por si falta alguna. Y de día podrían contar las olas que llegan a la orilla de la playa para mojar la arena. Que bueno el verano cuando hace fresco. Yo sé dónde hace fresco. Dónde están las moscas. En los porches de las alcobas de las barcas.
Esa gente invisible que me rodea. La que pasa desapercibida. Existen y no te avisan. Y mientras tomo el fresco miro y los veo. Son muchos. Todos a sus cosas. Como debe ser. Miro y escucho. Sus vidas parecen sencillas y quizá sean complicadas. Hay un grupo de gente que toma el sol, se baña y se divierte. La madre le pregunta al hijo que quién es su tío preferido. Una encerrona cruel para un niño inexperto que está a otras cosas. Su respuesta es de supervivencia. El tío que en este momento tiene más cerca. Le ha salido bien. El tío en cuestión lo aúpa y lo besa. Y todos contentos. El mar es testigo de esto. Le podéis preguntar.
Ese calor bochornoso no es normal de buena mañana. No puede ser bueno. Como era previsible el calor empieza a mover el aire y lo convierte en viento. El viento azota todo y la gente coge y se marcha a sus casas. Se rompen algunas ramas secas y vuelan junto a algunas sombrillas. También mueve las nubes y las concentra encima nuestro. Oscurece súbitamente. El sol ha desaparecido y empieza una tormenta de verano. Un aguacero de mil demonios que algunos piensan que ayudará a refrescar. De ninguna manera. Todos sabemos que cuando escampe hará más calor. Yo por si acaso sigo en el porche. Las moscas, al ruido de los truenos, se han marchado. Al poco escampa y el calor se hace insoportable. Pero pronto se hará de noche. El sol se pondrá y entonces sí que refrescará. Salud.